A Yolanda Muñoz la detuvieron en la azotea de una casa y la pusieron de rodillas. A su lado había una pila de cuerpos amontonados, golpeados y ensangrentados.
Todavía recuerda las botas negras de sus agresores, el encono de sus golpes: casi siempre pegaban en la espalda y en la cabeza, dice.
Los policías la subieron a un autobús tipo escolar junto a otras mujeres y hombres que, al igual que ella, creían que iban a morir.
Y en cierto sentido no se equivocaba: en ese viaje de cinco horas que hicieron desde Texcoco —un municipio en las afueras de Ciudad de México— a distintas cárceles, a muchas de las detenidas les mataron una parte de ellas mismas. A algunas le mordieron los senos, les pellizcaron los pezones. A una mujer la obligaron a darle sexo oral a varios policías. A otras las penetraron con los dedos o con objetos.
Mientras los policías las golpeaban, las manoseaban y las denigraban, algunas eran forzadas a contar chistes para entretenerlos. A Yolanda Muñoz le hicieron mantener el equilibrio mientras sostenía una granada falsa en las manos. Ella es una de las víctimas de las detenciones arbitrarias y torturas sexuales cometidas por fuerzas del Estado mexicano en mayo de 2006, cuando el entonces gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto, ordenó un operativo para reprimir a un grupo de manifestantes.
Tras una exhaustiva investigación de años, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) dictaminó que el gobierno mexicano no solo fue incapaz de otorgarles justicia a estas mujeres, sino que ese mismo sistema de justicia quebrado muchas veces persigue a sus propias víctimas. En su dictamen, la CIDH también exhortó a realizar una investigación completa para determinar a todos los responsables, y un posible encubrimiento de los hechos.
The New York Times entrevistó a las once mujeres que consiguieron que el caso trascendiera las fronteras de México —algunas de las cuales hablaron por primera vez públicamente sobre los abusos que sufrieron hace diez años—, que relataron el trauma y el dolor con el que han convivido desde entonces.
El operativo policial del 3 y 4 de mayo del 2006 tenía como fin acabar con un movimiento de protesta que había nacido de la oposición al proyecto de un nuevo aeropuerto en San Salvador Atenco —a unos 50 kilómetros de Ciudad de México—, pero se había convertido en catalizador de otras luchas de reivindicación social.
La represión ordenada por el gobierno terminó con la muerte de dos personas, más de 200 detenciones y decenas de heridos graves. Los agentes de seguridad que participaron fueron acusados, entre otras violaciones a los derechos humanos, de torturar sexualmente a más de 20 mujeres.
Once de ellas decidieron denunciar los hechos y luchar por justicia, pero se vieron obligadas a llevar su caso a una instancia internacional después de toparse con trabas en la investigación de sus denuncias, e incluso con la difamación de autoridades locales, incluyendo al entonces gobernador Enrique Peña Nieto.
En junio de 2006, un mes después de los hechos, Peña Nieto llegó a declarar a la prensa que la “fabricación” de acusaciones era una táctica conocida de grupos radicales, y que ese podía ser el caso de las mujeres que denunciaban violaciones por parte de la policía, con el objetivo de desacreditar al gobierno.
Más de una década después, la CIDH no solo ha emitido su dictamen a favor de las víctimas, sino que el sábado pasado envió el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que podría obligar al Estado mexicano a establecer responsabilidades en toda la cadena de mando involucrada en los hechos, lo que incluye al entonces gobernador del estado que ordenó el operativo, hoy presidente de México.
La oficina del presidente ha dicho por su parte que la CIDH no responsabilizó a Peña Nieto ni lo ha nombrado explícitamente como un objetivo de la investigación. Más allá de eso, sostienen, los casos judiciales en México nunca lo han hecho responsable de las agresiones sexuales a las mujeres.
‘Me quitaron la mitad de mi vida’
Suhelen Cuevas soñaba con ser periodista y llegó a San Salvador Atenco el 4 de mayo del 2006 para cubrir los enfrentamientos que habían ocurrido la noche anterior en el municipio.
Edith Rosales era asistente médica, tenía 48 años, y había llegado a Atenco con una brigada de auxilio para atender a los heridos de la noche del 3 de mayo.
Norma Jiménez y Claudia Hernández eran estudiantes, y estaban allí para documentar lo sucedido: Norma para la revista “Cuadernos Feministas”, Claudia para estudiar movimientos sociales.
Patricia Torres también era estudiante: estaba escribiendo su tesis sobre el movimiento social de protesta en Atenco.
Bárbara Italia Méndez había llegado allí con una organización que atiende a menores en riesgo.
Cristina Sánchez acompañaba a sus hijos a la escuela y se dirigió después al mercado a realizar compras. Ana María Velasco había ido al mercado de Texcoco para hacer unas compras con su hermano y su cuñada. Yolanda Muñoz iba con su hijo caminando por la calle rumbo a Texcoco.
Patricia Romero había llegado al mercado Belisario Domínguez para trabajar con su hijo y su padre en el negocio familiar que tenían allí.
Mariana Selvas acompañaba a su padre a ofrecer sus servicios médicos en San Salvador Atenco.
Ese fue, para cada una de ellas, el último momento en que fueron tal como eran, antes de que sus biografías se partieran en dos.
De las más de 20 mujeres que fueron apresadas y torturadas sexualmente durante los enfrentamientos en mayo de 2006, las once que decidieron seguir con sus casos y llevarlos hasta una instancia internacional no solo comparten una misma lucha para que se reconozcan —y se castiguen— los abusos cometidos, sino también el intento por recuperar el control de sus vidas.
En la última década algunas de ellas encontraron en esta cruzada un nuevo propósito. Varias, con el apoyo de sus seres queridos, lograron salir adelante y continuar. Otras no corrieron con la misma suerte.
Algunas dejaron de estudiar y abandonaron sus proyectos. Perdieron parejas, inclusos sus hijos se alejaron de ellas, o sus seres queridos no lograron entender nunca ni adaptarse al trauma tan particular de una víctima de tortura sexual.
Para todas ellas la intimidad sexual es, en el mejor de los casos, un desafío; en los peores días, un suplicio.
A sus 30 años, prácticamente el único contacto físico que Suhelen puede mantener con naturalidad con su pareja es tomarse de la mano.
“Me quitaron la mitad de mi vida”, dice hoy, en la primera entrevista que da a algún medio desde que fue detenida y abusada por policías cuando era una estudiante de 19 años.
Sus ojos azul intenso se empañan con lágrimas, pero de pronto se abren de emoción y gratitud con la rapidez de la euforia: al menos vivió para contarlo, dice.
‘No me atreví a decírselos’
“Es como si te hubieran matado”, dice Mariana Selvas, que al momento de ser detenida tenía 22 años y era estudiante de Etnología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. “Y puedes quedarte muerto en vida con el miedo, con el dolor que no se quita, con el recuerdo, o puedes, aun con lo que pasó, tratar de encontrar un camino y la fuerza, tratar de vivir aun sin quitarte aquello que te mató en ese momento”.
Mariana fue detenida, golpeada, torturada sexualmente y tuvo que permanecer en la cárcel un año y ocho meses.
Después de haber sido abusadas durante el operativo, estas mujeres pasaron en prisión desde ocho días hasta dos años y ocho meses, acusadas por delitos que iban desde ataques a las vías de comunicación o ultraje y portación de armas hasta uso de explosivos y secuestro equiparado.
En estos años aprendieron que en un país donde el machismo atraviesa conductas sociales y culturales, el hecho de haber sido violadas sexualmente constituye una doble carga, un doble estigma. Y también una doble soledad.
Para Norma Jiménez seguir con el caso le ganó el rechazo de su padre, quien trata de desalentarla de continuar la batalla legal.
“Lo avergüenza”, dice.
A Patricia Romero, la vergüenza y el dolor de haber sido abusada sexualmente por varios policías le impidió compartir lo que le había sucedido con su padre y su hijo, que también fueron detenidos ese día, por miedo a causarles más daño.
“No me atreví a decírselos, los hubiera matado”, dice.
“Todavía recuerdo las voces de los tres o cuatro policías. Me acuerdo de cada detalle, los gemidos, el jaloneo. Todo es tan difícil”.
Tampoco tuvo la confianza para decírselo entonces a su esposo, ya que este en distintas ocasiones le preguntaba: “¿Verdad que a ti no te violaron?”.
Patricia trata, sin lograrlo, de contener el llanto.
“Yo hubiera esperado que me dijera: ‘No te preocupes, ya pasó’. Yo quería recargarme en él en ese instante, y eso nunca pasó”.
Patricia tiene 49 años y confiesa que, aún después de tantos años, no es capaz de llevar una vida sexual plena.
“¿Cómo podría disfrutar algo que antes me hacía feliz y que me destruyó?”, dice. Hoy, en esta entrevista, ha decidido revelar por primera vez los detalles de su abuso a sus seres queridos. “Ya es tiempo de que lo sepan todo”, dice.
Ella tenía 38 años cuando fue detenida en el mercado Belisario Domínguez en Texcoco. Después de ser arrestada arbitrariamente, torturada y abusada, estuvo en prisión dos años y ocho meses. Hoy todavía sufre hemorragias vaginales e hipertensión como consecuencia de la violación y los golpes recibidos durante su detención.
‘No somos las violadas de Atenco’
Claudia Hernández era estudiante de política en la Universidad Autónoma de México (UNAM) y documentaba en Atenco la represión de las fuerzas de seguridad estatales a los jornaleros que se oponían al proyecto del aeropuerto.
Después de ser brutalmente golpeada hasta quedar casi inconsciente, fue trasladada al Centro Preventivo y de Readaptación Social Santiaguito. En el trayecto a bordo de un autobús con decenas de mujeres golpeadas fue torturada sexualmente por un policía.
“Ese día marcó mi vida, y lo único que quería hacer después era lastimarme”, dice.
A Claudia la corrieron de la casa de estudiantes donde vivía, nunca logró terminar su tesis y perdió a su pareja.
“Me siento tan chiquita comparada con lo que era. Me pregunto: ‘¿Qué he hecho en estos diez años?’”, se pregunta Claudia, cuya complexión diminuta contrasta con la fuerza de su voz y de sus gestos. “Supongo que sobrevivir”.
Patricia Torres tenía 23 años y escribía su tesis sobre el movimiento social de protesta de los pueblos unidos de San Salvador Atenco. Su cuerpo quedó cubierto de moretones por la golpiza que le dieron cuando la detuvieron. También fue abusada por los policías.
Después de pasar varios días en la cárcel, bebía sin control, se volvió paranoica y terminó dejando la universidad. No recuerda mucho lo que hizo durante el primer año después de la agresión. Lo único que recuerda es lo que no hacía: no salía a la calle, no reía, no hablaba, no convivía.
“Me robaron mi carrera, mi sueño de ser académica. Pensaba que la culpa de todo lo que me pasó era de los libros, así que nunca quise volver a la universidad”, dice.
Ni Patricia ni Claudia ni Suhelen terminaron sus estudios.
Ana María Velasco, de 43 años, llora cuando recuerda lo mucho que disfrutaba bailar, y lo introvertida que ahora se reconoce.
Claudia Hernández dejó de ser una luchadora social.
Suhelen Cuevas no se volvió periodista.
Bárbara Italia Méndez no volvió a soñar con ser mamá.
Yolanda Muñoz, que es viuda y perdió su trabajo al salir de la cárcel, solo puede mandar a uno de sus cinco hijos a la universidad después de los gastos que tuvo que afrontar su familia para sacarla de prisión.
“Yo no tengo una carrera, ¿qué puedo hacer? Por mis antecedentes nadie me da una recomendación de trabajo,” dice Yolanda, quien fue detenida cuando iba a vender tela al mercado de Texcoco.
Incluso diez años después, la angustia, el estrés del proceso legal y el miedo a las represalias ocasionaron que los hijos de Cristina Sánchez se alejaran de ella y se mudaran de su casa hace apenas un par de meses.
“Me pedían que dejara de hablar y pensar en lo que pasó porque les afectaba mucho, les daba miedo lo que podría pasar y tristeza recordar lo que ya había sucedido”.
Pero la decisión de estas once mujeres de continuar con la batalla legal les confirió un nuevo sentido de vida y una forma —a veces liberadora— de lidiar con el dolor.
“Me di cuenta de que había encontrado el propósito de mi vida,” dice Bárbara Italia Méndez, quien ha compartido su experiencia en múltiples espacios públicos, y se ha vinculado con otras víctimas de tortura sexual en América Latina.
Su mirada inteligente se ve diáfana a través de sus lentes. Ella es consciente de su racionalización del dolor.
Como una hermandad, todas ellas han logrado usar su coraje y sufrimiento como combustible para persistir en la búsqueda por justicia y así lograr, finalmente, una rara victoria de rendición de cuentas.
“No somos las violadas de Atenco, somos las mujeres que sobrevivieron y superaron lo que pasó en Atenco, yo sigo siendo yo, no soy esa etiqueta”, dice Suhelen, quien hoy en día surfea todas las mañanas en su ciudad natal de Los Cabos, en Baja California.