Por: John M. Ackerman
De cara a su muy probable descalabro electoral tanto el próximo 5 de junio, en las elecciones para gobernador en 12 estados y para la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México, como en las elecciones presidenciales de 2018, el régimen se mueve rápidamente para acomodar sus fichas.
El objetivo es garantizar su control sobre las palancas centrales del poder, aun en el caso de que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y sus aliados se vieran obligados por la sociedad mexicana y la comunidad internacional a entregar temporalmente el control sobre el Poder Ejecutivo nacional y en algunas entidades federativas clave.
Todas las encuestas demuestran que el PRI se encuentra en un proceso de franca descomposición electoral. Si bien es posible que en los comicios de 2016 el partido de Estado logre mantener el control político en la mayoría de las entidades federativas en disputa, es ya un hecho el desgaste de sus tradicionales mecanismos de manipulación social. El PRI muy difícilmente rebasará una votación de 40% en ninguna entidad federativa, incluyendo sus tradicionales bastiones como Veracruz y Tamaulipas, y en lugares como la Ciudad de México probablemente recibirá menas de 10% de los sufragios. Recordemos que en las últimas elecciones federales -de 2015- el PRI conquistó solamente 29% de la votación nacional.
Cada día el PRI depende más abiertamente de la compra de los resultados electorales. En su desesperación, recurre a cualquier fuente de financiamiento para comprar votantes, cooptar líderes sociales, controlar instituciones electorales y garantizar la servidumbre mediática. Sin embargo, los costos de esta estrategia aumentan con cada escándalo de corrupción revelado por la prensa nacional e internacional. El partido de Estado hoy yace en un barril sin fondo de desprestigio e ignominia.
En respuesta, Peña Nieto recurre a las Fuerzas Armadas.
Históricamente México había sido una excepción en América Latina respecto a la relativa despolitización de sus Fuerzas Armadas. Mientras la mayor parte de los otros países de la región experimentaban constantes golpes de Estado y sufrieron bajo juntas militares durante años, en el siglo XX México se destacó por su estricta disciplina militar.
A partir del sexenio de Felipe Calderón, y ahora de manera particularmente pronunciada con Peña Nieto, se rompió con esta larga tradición. Hoy los militares se han convertido en el principal bastión de apoyo político para el régimen autoritario. Las Fuerzas Armadas también son hoy una de las más importantes correas de transmisión para las órdenes de Washington.
El reciente espectáculo vergonzoso de entrega, por parte del secretario de la Marina, Vidal Soberón, de la Medalla de Distinción Naval y Mérito Militar Primera Clase al jefe militar del Comando Norte de Estados Unidos, William Gortney, transparentó el total sacrificio de nuestra soberanía nacional en la materia.
Los raspones recientes que han recibido las Fuerzas Armadas (el cuestionamiento de su papel en el caso de Ayotzinapa, la divulgación de actos de tortura y algunos juicios civiles contra militares que ejercieron cargos de importancia durante el sexenio de Calderón) no implican de ninguna manera una merma en su poderío. Como botón de muestra, tenemos las recientes reformas al Código de Justicia Militar y al Código Militar de Procedimientos Penales, que constituyen nada menos que un paso definitivo hacia el establecimiento de un gobierno militar-fascista en nuestro país.
En venganza por la supuesta “intromisión” de las autoridades civiles en sus asuntos “internos”, con la aprobación de juicios civiles en casos de violaciones de derechos humanos por militares, las Fuerzas Armadas han logrado que ahora sus ministerios públicos y tribunales militares puedan entrometerse de manera indiscriminada en asuntos civiles, con cateos a domicilios particulares y edificios gubernamentales, así como espionaje directo a comunicaciones personales.
Unos días antes de la aprobación de estas reformas en el Senado de la República, las Naciones Unidas envió una misiva a los legisladores que advertía sobre los graves riesgos de empoderar a los militares de esta manera. Los senadores hicieron caso omiso y aprobaron las reformas en apenas siete minutos y sin discusión alguna.
Como contraparte de la militarización de la política nacional, el régimen acelera la privatización de la economía con el fin de atarle las manos a un eventual Poder Ejecutivo bajo el control del pueblo. El Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés), hoy esperando su aprobación relámpago en cualquier momento en el Senado, es aun más peligroso que la reforma energética.
Como hemos argumentado en estas mismas páginas (véase: http://ow.ly/oBuB300fdJt), mientras la privatización del petróleo removió un sector importante del control estatal, el TPP busca acabar con la rectoría del Estado en todos los sectores de la economía.
El elemento más peligroso del acuerdo son los mecanismos jurídicos que permitirán a las empresas transnacionales demandar al Estado mexicano por oportunidades de lucro supuestamente perdidas a partir de acciones gubernamentales en defensa del medio ambiente, de los derechos humanos o de regulación de la economía. Dichas demandas no serán resueltas por las autoridades nacionales o el Poder Judicial, sino por mesas de arbitraje internacionales controladas por las mismas empresas transnacionales.
Fernando del Paso tiene razón: México camina hacia el establecimiento de un Estado totalitario. 2018 podría ser nuestra última oportunidad para reequilibrar el balance entre, por un lado, el poder despótico de las armas y el capital financiero internacional, y por otro lado, el poder social desde abajo del pueblo mexicano. Hay demasiado en juego, y el futuro de nuestros hijos e hijas es demasiado importante como para darnos por vencidos antes de la batalla definitiva.
John M. Ackerman
Twitter: @JohnMAckerman