Elena Poniatowska
Nochixtlán es la puerta de entrada a la Mixteca Oaxaqueña, uno de los sitios más pobres de América Latina. Los días de mercado, varias comunidades cercanas confluyen en el pueblo a repartir su miseria y sobre todo su muerte, porque, para colmo, ahí la vida pende de un hilo.
El 19 de junio de 2016 –Día del Padre– la policía federal y estatal desalojaron a padres de familia y maestros de la sección 22 que bloqueaban la carretera –Huajuapan de León, ciudad de Oaxaca– a la altura de Nochixtlán. Los maestros y papás protestaban por la reforma educativa de Peña Nieto-Nuño y compañía. Llevaban varios días con barricadas y carreteras cortadas. Ese solo día la brutal agresión de la policía federal tuvo un saldo de ocho muertos; en días anteriores hubo al menos otros tres. La violencia se desató tal vez por orden del gobierno o por la presión de empresarios mexicanos que tenían miedo de perder dinero por los bloqueos.
La Defensoría de Derechos Humanos de Oaxaca tiene documentados 94 heridos de bala y 11 muertos, aunque aclara que los heridos pueden ser más, ya que muchos no denuncian por miedo. La cifra nos alarma a todos en un país que se dice democrático y respetuoso de los derechos civiles.
Imposible olvidar a las llamadas víctimas indirectas: los hijos, esposas y padres cuya vida cambió por completo a partir de la muerte de su familiar. Actualmente hay un expediente de casi 4 mil fojas y más de 100 horas filmadas de testimonios, además de fotografías de las víctimas que aún no se divulgan. Las amenazas y el hostigamiento parecen no tener fin. El ejemplo más claro es el del profesor Ambrosio Hernández, sobreviviente de Nochixtlán y víctima de un atentado el 5 de marzo, cuando un grupo de desconocidos balaceó su automóvil en la carretera a Santiago Apoala.
El 14 de diciembre de 2016, a las siete de la noche, el politólogo John Ackermann y yo fuimos a conocer a algunas de las víctimas de la matanza de Nochixtlán. Nos sentamos en óvalo en un precioso salón porfiriano más apto para un baile que para un funeral y bajo el candil se alzaron las voces de padres y madres de familia que se ponían de pie uno tras otro a revivir su tragedia. En sus rostros de obreros y campesinos ardía su impotencia y su rabia ante una justicia que en México no sólo se pinta ciega, sino sorda y muda.
Esa noche, en la sede de Abogados Democráticos, en la calle de Francisco Sosa en Coyoacán, escuchamos el testimonio de Carlos Durán Alcántara (su hijo fue herido de bala en el muslo), José Luis Cruz Aquino (su hermano fue ultimado de un disparo en el mentón), Enrique González Bautista (lo golpearon hasta que perdió el conocimiento), Héctor López Rodríguez (una bala se alojó en su pierna izquierda), Sergio Luna (padre de Óscar Luna de 23 años, asesinado), Daniel Mayoral López (herido por dos impactos de bala y una bomba de gas que le fracturó el codo izquierdo), la hermana de Porfirio Contreras (quien a los 26 años recibió un balazo en el pómulo izquierdo que le quitó la posibilidad de llevar una vida normal el resto de sus días) y la madre de Juan Antonio Avendaño Jiménez (otro muchacho al que le destrozaron una pierna).
Las voces –por momentos inaudibles o ahogadas por el llanto– fueron una bofetada en pleno rostro. Confirmaron que México es una página roja que nos avergüenza ante nosotros mismos y ante el mundo entero. ¿Hasta cuándo la impunidad, la injusticia, el atropello, la violencia?
Para los sobrevivientes de Nochixtlán es evidente (como lo es para los padres de los 43 de Ayotzinapa) que tanto el gobierno estatal como el federal apuestan al carpetazo y al olvido, y que la detención de alguno que otro policía presente en la matanza es dar atole con el dedo a los familiares.
Uno de los testimonios más claros de la agresión directa de la policía estatal y la federal contra ciudadanos desarmados es el de José Luis Cruz Aquino, hermano de Anselmo Cruz Aquino:
“Soy el mayor de siete hermanos, cuatro fuimos ese día a la protesta y el único que no regresó fue Anselmo. Estábamos hasta adelante y por el gas lacrimógeno y las balas corrimos hacia un terreno de siembra y nos tiramos pecho a tierra. A mi hermano le tocó. Vi un jovencito al que le dieron un balazo en la ingle, traté de auxiliarlo y por instinto volví los ojos hacia atrás y entonces vi a mi hermano boca abajo tratando de respirar y sosteniéndose el mentón. Regresé, me hinqué y lo abracé. Le di la espalda a los federales que seguían disparando, pedí auxilio y los compañeros me ayudaron a sacarlo y lo último que alcancé a oír fue: ‘Te encargo a mis hijos’.
En ese momento vi a uno de mis hermanitos, el más chico, con un rozón de bala en la cabeza, la cara llena de sangre. Nos subimos a la ambulancia y en la clínica me enteré de que después de que mi hermano cayó, otro también recibió cuatro balazos. Hasta la fecha me duele ver llorar a su esposa, a mis sobrinos. Debemos impedir que esto vuelva a ocurrir; como ciudadanos no podemos permitir que nos gane la apatía. Imposible dejar esto así, porque el 19 de junio de 2016 no mataron conejos o perros, mataron a seres humanos y es inaceptable que suceda nuevamente.
A un año de los sucesos, la impunidad en torno al caso Nochixtlán comprueba la ineptitud de nuestros gobernantes que lo único que hacen, sexenio tras sexenio, es asegurar su botín. Cuando los piratas se hacían de un barco por lo menos se jugaban la vida; los políticos mexicanos se reparten la Patria, la convierten en oro y se la llevan a Suiza, a Nueva York y ahora a Panamá.
Supongo que aquí adentro, en este salón de baile –hoy albergue de abogados democráticos–, nadie pensó nunca que alguna noche estaríamos sentados en sillas de oficina oyendo consternados este interminable relato de muerte. Supongo que los habitantes de este castillito con torreones y cristales creyeron a pie juntillas que a México le iría bien y que el despojo, la violencia en Nochixtlán (y en tantos sitios más) no se darían nunca. ¡Qué fácil es destruir a un ser humano! ¿Cómo imaginar que en México protestar significa jugarse la vida? ¡Claro, los que aquí seguramente bailaron vals y brindaron en copas levantadas al unísono, conocieron el paredón, pero, ¿acaso imaginaron la brutal represión contra hombres y mujeres que ejercen su derecho a la protesta?
Sé que soy crédula e ingenua, que me atonto fácilmente, pero cuando Ackerman me dejó en la puerta de la casa, en San Sebastián, subí a la recámara y a través de la ventana miré el empedrado de la calle, cada piedra pulida, cada piedra endurecida por el tiempo y el exceso de tensión, y me pregunté qué pasaría si ahora mismo viniera corriendo un oaxaqueño, uno de Nochixtlán, un maestro chavo o un chavo o que aspira a ser maestro, un pequeño muchacho, y cayera aquí enfrente, la cara contra el suelo, mientras las balas silban. Y me pregunté qué México es este, en qué país vivo, cómo parar todo esto, quién es el enemigo.