El sismo de los millennials (OPINIÓN)

Javier Aranda Luna

A los millennials se les ha criticado en dos terrenos principalmente: en el político, porque no salen a votar como muchos esperarían que lo hicieran, y en el económico, porque no están dispuestos a trabajar largas jornadas casi a cualquier precio como hicieron sus padres. Según esa lógica son los culpables del ascenso de Trump y de la lenta recuperación económica de nuestro país.

Los recientes sismos que sacudieron a México nos demostraron que el mundo virtual en el que viven inmersos varias horas del día estos jóvenes va más allá del mero entretenimiento. Las dinámicas horizontales que posibilitan las redes sociales les permitieron practicar, por ejemplo, una manera distinta de hacer política y de imaginar la economía de la emergencia.

Desde la Independencia nuestros liberales, pese a todo su ideario político basado en la emancipación, han sido tan centralistas como lo fueron los poderes coloniales. Y todo centralismo sólo es reflejo de una idea vertical del ejercicio del poder. Eso aún no lo hemos superado. No es casual que en esta ciudad se encuentren los más emblemáticos inmuebles del poder en el país: la Catedral Metropolitana, el Palacio Nacional y Los Pinos. Las residencias del poder material y el divino.

¿Y no fue el temblor de 1985 el que nos recordó los peligros del centralismo? Cuando el edificio matriz de Teléfonos de México se colapsó en esta ciudad, no sólo quedó incomunicado el centro del país sino los estados del norte entre ellos mismos. Y aunque muchas cosas han cambiado desde esos años no todo ha cambiado: hace unos meses me invitaron a dar un par de conferencias en el norte del país y no pude volar de Chihuahua a Zacatecas sin pasar por la Ciudad de México. Lo mismo me ocurrió cuando traté de viajar de Mérida a Oaxaca.

A los millennials parece no interesarles la política y la vida económica como la conocemos. La horizontalidad de las redes sociales les ha permitido verlas de otra manera… y también a la religión.

Sus ideas de lo que debe ser la política y la economía tienen que ver más con la gestión directa que con los ritmos y jerarquías de una burocracia piramidal. Y ni qué decir de las cuestiones religiosas: un número considerable de millennials católicos son muy distintos a sus antecesores de hace medio siglo: están en favor de los matrimonios gays, consumen sin mayores remordimientos la píldora del día siguiente y abominan las corridas de toros.

Hacen política con 140 caracteres más que con larguísimos discursos y transitan con mayor rapidez y constancia por los corredores digitales que por las calles de cualquier ciudad. Son hijos de la aldea global.

Dudo que alguna marcha, plantón o lobbylegislativo haya sido más eficaz para obligar a los partidos políticos a renunciar a los recursos públicos para destinarlos a los damnificados por los sismos, que las manifestaciones digitales de los llamados millennials; dudo que existiera mejor estrategia contra políticos que intentaron medrar con la ayuda a damnificados que los reclamos publicados en las redes sociales hace unos días.

Si al iniciar el siglo los grandes medios tradicionales de información desdeñaban a las redes sociales, hoy en buena parte se alimentan de ellas.

Es cierto que por las redes con frecuencia corren falsedades pero, por su estructura horizontal, el flujo de la información también se corrige con la misma rapidez. ¿Y no es cierto que la posverdad también se ha incubado notoriamente en los medios tradicionales? La rumorología anónima incluso tiene nombre: se le llama trascendido o información bajo reserva.

En medio de la tragedia, los recientes temblores nos mostraron una juventud –imaginada por muchos apática y devorada por la tecnología del mundo virtual– que se apoderó de la ciudad de manera inmediata.

En cuestión de minutos la avalancha de jóvenes dispuestos a ayudar rompió el mito sobre una juventud ensismismada, egoísta y poco solidaria. Los millilennials pasaron de su discurso de 140 caracteres a la acción en cuestión de minutos. Fueron el mejor equipo de reporteros porque estaban en todas partes transmitiendo en vivo o dando cuenta de la tragedia. Fueron el mejor termómetro para medir la salud de una ciudad rota.

Sin intermediario institucional alguno los jóvenes se organizaron con bastante eficacia a través de las redes sociales, públicas o no, como los numerosos grupos de what’s up que se formaron a consecuencia del sismo.

El contundente rechazo a las viejas formas políticas para administrar la ayuda a los damnificados fue una muestra clara de cómo los millennials entienden la política: como gestión directa para objetivos muy concretos. Más que ayuda en general pedían herramienta de corte en algunas zonas; en otras víveres; en otras más, comida para mascotas.

Y en el terreno económico no han faltado ideas innovadoras sin ánimo de lucro, contratos ni prebendas. Como el de cuatro estudiantes regiomontanas quienes diseñaron un albergue temporal de madera impermeable que recolecta agua de lluvia y que cuenta con mesabancos y camas. Subieron los planos a la Internet para que cualquiera pudiera bajarlos y aseguran que es posible construirlo en dos horas.

Contra el centralismo y la burocracia los millennials propusieron, con hechos, la horizontalidad como punto de partida para una sociedad más compleja. Una democracia por objetivos, sin parloteo, con discursos de 140 caracteres.

Stieg Larsson y el hacker Julian Assange nos hicieron ver hace unos años que no vivimos un cambio de generación sino de época por las nuevas tecnolo-gías, donde las viejas formas no son el mejor camino para moverse por el mundo.

Los millennials han hecho del No su mejor política: No al centralismo autoritario en la vida pública, No al mito de la producción infinita como herramienta del progreso, No al maltrato contra los animales sean en rodeos, circos o sacrificados mientras comen como ocurre en los ranchos de leones, No a los feminicidios, No a la discriminación por las preferencias sexuales.

Para recuperar la confianza perdida, la clase política y las instituciones deben encontrar nuevas formas para integrar a los jóvenes a la vida pública. Ya quedó claro que de nada sirve darles prebendas, espacios en medios electrónicos o integrarlos a esa política a la antigüita basada en el ejercicio del poder patrimonialista.

La espontánea participación de los jóvenes para rescatar pueblos y ciudades afectadas por los temblores deberían ser el principio para la reconstrucción no sólo de una ciudad o algunas poblaciones sino para construir una política más cercana a las personas y más lejos de las estadísticas.

Hace tiempo Octavio Paz le decía a un presidente que leyera poemas y novelas para conocer más a las personas y gobernar mejor. Fueron palabras sabias para oídos sordos. Más recientemente Guillermo del Toro al recibir el máximo galardón de cine del Festival de Venecia se decía sorprendido porque México es un país que ha tenido grandes atletas, artistas y científicos. Pero a diferencia de ellos, no hay grandes políticos. “A veces me pregunto –dice el cineasta–, ¿cómo es posible que no nazcan 10 políticos que hagan lo que se tiene que hacer, que tengan esa vocación? Un atleta va y hace lo que tiene que hacer. Si tiene que correr los cien metros planos se prepara y lo consigue. Sin embargo, lo que es la clase política está totalmente pervertida”.

Ojalá los pasados sismos que nos permitieron ver el verdadero rostro de los millennials, hagan ver a los políticos las posibilidades de un uso del poder realmente democrático.

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